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Sobre la ética docente y la cultura del mínimo esfuerzo

Hay prácticas que, aunque se repitan año tras año, no por habituales dejan de ser profundamente contrarias a la ética. Una de ellas es la de poner preguntas de exámenes repetidos, idénticos a los de convocatorias anteriores. Quienes lo hacen lo saben: es más fácil reciclar un examen que diseñar uno nuevo. Más cómodo, menos trabajo, menos tiempo. Y lo disfrazan de gesto amable, de “detalle” hacia el alumnado, como si regalar respuestas fuera una forma de enseñar.

Sabemos que elaborar una nueva prueba requiere tiempo, criterio y compromiso pedagógico. Pero precisamente ahí radica la esencia de la función docente: enseñar con coherencia y evaluar con justicia. Cuando un equipo docente opta por “poner el mismo examen” (entre comillas, porque ya no se trata de evaluar sino de repetir un guión), el mensaje que transmite a su alumnado es tan claro como desalentador: no es necesario esforzarse, basta con acertar las respuestas ya conocidas.

Porque el único grupo realmente beneficiado no son los estudiantes que han trabajado, sino los que han aprendido el atajo. Los que no estudian la asignatura, pero memorizan las preguntas filtradas. Los que entienden que el esfuerzo es opcional, que basta con tener los contactos adecuados o acceso al material correcto. En resumen: los que han aprendido que el sistema premia la pereza y castiga el mérito.

Nada erosiona más la confianza en una institución educativa que ver cómo la ética académica se convierte en un obstáculo. El mensaje que se transmite es demoledor: “no pienses, no estudies, no reflexiones; repite, copia y acierta”. Con cada examen reciclado, se entierra un poco más la idea de que la universidad debe ser un espacio de pensamiento, no un circuito de repetición mecánica.

Y mientras tanto, nadie controla nada. No existe un sistema de verificación que impida que se repitan los exámenes ni una revisión ética de las prácticas docentes. Esa ausencia de control institucional convierte la falta de ética en rutina. Lo que debería ser una excepción corregida se vuelve una costumbre tolerada. Así, la universidad no solo mira hacia otro lado, sino que termina siendo cómplice del deterioro de su propia credibilidad.

Quienes se esfuerzan por entender, analizar y aplicar los contenidos acaban compitiendo en desigualdad. Y lo peor es que también aprenden una lección, aunque nadie se la haya querido enseñar: que el conocimiento no importa, que el compromiso no sirve, que la mediocridad se premia. Esas son las semillas del cinismo, y las estamos plantando desde dentro.

Hablar de ética docente no es una cuestión de sensibilidad, sino de responsabilidad profesional e institucional. Evaluar no es un trámite burocrático, es un acto educativo que compromete la equidad y el sentido mismo del aprendizaje. Repetir exámenes, por el contrario, es renunciar a ambas cosas. Es decirle al alumnado: “yo tampoco me esfuerzo, así que tú tampoco lo hagas”.

Quien educa así, enseña (sin quererlo o quizá sabiéndolo) la peor de las lecciones: que el mínimo esfuerzo basta.
Y con ello traiciona no solo su función como docente, sino el propósito mismo de la universidad.

Por eso, esta publicación no es una queja, sino una llamada a la reflexión colectiva. Porque quienes amamos la educación pública creemos que la excelencia no se alcanza repitiendo preguntas, sino renovando la confianza en la capacidad del alumnado para pensar, comprender y crecer.

Con respeto, pero también con esperanza.

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